Los diez leprosos
Explicación de la historia de los diez leprosos que son limpiados por Jesús
Entre los milagros relatados en los evangelios, hay uno que resalta por la fuerza de su enseñanza espiritual y la profundidad de su mensaje para todos los creyentes: la sanidad de los diez leprosos limpiados por Jesús. Este pasaje, narrado en Lucas 17:11-19, no solo presenta a Jesús como el compasivo sanador de los enfermos, sino que revela verdades espirituales fundamentales sobre la fe, la obediencia, la gratitud y la salvación.
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La lepra en tiempos bíblicos representaba algo mucho más profundo que una simple enfermedad física. Era un símbolo de impureza, exclusión social y condena espiritual, de modo que la limpieza de estos hombres no solo fue un acto de sanidad corporal, sino una señal poderosa del poder de Dios para restaurar lo que está roto.
En este artículo estudiaremos este relato de forma amplia y detallada, explorando el contexto histórico y cultural de la lepra, el encuentro de los diez leprosos con Jesús, la obediencia que los condujo al milagro, la importancia de la gratitud, y las aplicaciones prácticas para la vida cristiana.
El relato bíblico de los diez leprosos
El pasaje de Lucas 17:11-19 dice:
«Yendo Jesús a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, los cuales se pararon de lejos y alzaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados. Entonces uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y éste era samaritano. Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
La lepra en tiempos bíblicos: un símbolo de pecado y exclusión
Una enfermedad física devastadora
La lepra era una de las enfermedades más temidas y estigmatizadas en la antigüedad. Los escritos de Flavio Josefo, historiador judío del siglo I, la describen como un mal que desfiguraba tanto que los leprosos parecían “muertos en vida”. La piel se ulceraba, la carne se corrompía, los nervios perdían sensibilidad y las extremidades podían deformarse o incluso desprenderse.
A nivel médico, la lepra (hoy conocida como enfermedad de Hansen) no era tan contagiosa como se pensaba en la antigüedad, pero el desconocimiento llevó a que se la tratara como una plaga altamente peligrosa. Para el mundo bíblico, la lepra no era solo un problema de salud: era una mancha social y espiritual que acompañaba al individuo hasta su muerte, salvo que ocurriera un milagro de restauración.
Esto explica por qué la sanidad de un leproso no era considerada simplemente un alivio físico, sino un acto sobrenatural de la misericordia divina.
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Exclusión social y religiosa
El leproso era, en la práctica, un muerto civil y religioso. La Ley de Moisés estipulaba en Levítico 13–14 que debía ser aislado fuera del campamento y mantenerse separado de la vida social. Su ropa debía estar rasgada, su cabello despeinado, y debía gritar: “¡Inmundo, inmundo!” cada vez que alguien se acercara.
Esto no era solo una medida sanitaria, sino una declaración pública de su estado de impureza. La comunidad le recordaba constantemente su condición, y él mismo debía confesarla cada día. En un mundo donde el acceso al templo y al culto era central en la vida espiritual, un leproso quedaba privado de adorar a Dios junto a los demás. En términos prácticos, estaba tan separado de la presencia divina como un pecador sin esperanza.
La lepra también afectaba profundamente a las familias. Padres, esposos e hijos quedaban separados por esta condición. Muchos relatos rabínicos mencionan que el encuentro con un leproso era casi tan temido como encontrarse con un cadáver. Por eso, el aislamiento era sinónimo de muerte social.
La lepra como símbolo del pecado
En la tradición bíblica y rabínica, la lepra llegó a ser vista como un reflejo del pecado interno manifestado en el cuerpo externo. Así como la lepra comenzaba de forma imperceptible y luego avanzaba hasta destruir, el pecado puede empezar con algo aparentemente pequeño, pero termina esclavizando y consumiendo toda la vida del ser humano.
- La lepra corrompe la piel → El pecado corrompe el alma.
- La lepra aísla de la comunidad → El pecado nos separa de la comunión con la iglesia y con Dios.
- La lepra produce vergüenza y rechazo → El pecado trae culpa, condenación y vergüenza.
- La lepra conducía a la muerte segura → El pecado lleva a la muerte eterna.
No es casualidad que los profetas y los rabinos emplearan la figura de la lepra para hablar de los efectos del pecado en la vida espiritual. Cuando Jesús sana a los leprosos, está mostrando que Él es el único capaz de vencer lo que la Ley no podía erradicar. Ningún sacrificio ni ritual podía limpiar definitivamente la lepra, pero el toque y la palabra de Cristo tenían poder para restaurar completamente.
El encuentro con Jesús: diez hombres en necesidad
Camino a Jerusalén: el escenario providencial
El evangelio de Lucas subraya que Jesús iba camino a Jerusalén cuando ocurre este milagro. Este detalle es clave: el Salvador iba rumbo a entregar su vida en la cruz, y en ese trayecto, sigue manifestando su compasión hacia los marginados. Jerusalén era el lugar del sacrificio supremo, y en este contexto, el encuentro con los leprosos ilustra perfectamente su misión: llevar sobre sí nuestras enfermedades y cargar con nuestros pecados (Isaías 53:4).
La ubicación geográfica también es significativa. Jesús se encontraba “entre Samaria y Galilea”, en una zona fronteriza y despreciada. Esto refleja que la gracia de Dios no está limitada a un solo pueblo, sino que se extiende a todos: judíos, samaritanos y gentiles.
Se mantuvieron a distancia
El detalle de que “se pararon de lejos” ilustra la barrera social, legal y espiritual que la lepra imponía. No podían acercarse ni tocar a Jesús, pero la distancia física no impidió que levantaran su clamor.
Aquí se revela una verdad espiritual poderosa: el pecado puede alejarnos de la comunión, pero jamás debe silenciar nuestra voz de fe. Aunque estemos lejos, podemos clamar, y Dios, en su misericordia, escucha.
Un clamor unánime: la súplica de los desesperados
El grito de los leprosos fue: “¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!”.
- Reconocieron a Jesús por nombre: No dijeron “rabí” o “profeta”, sino “Jesús”, mostrando que conocían su identidad.
- Le llamaron “Maestro”: Reconocieron su autoridad, no solo como sanador, sino como guía espiritual.
- Pidieron misericordia, no derecho: No exigieron sanidad como un reclamo, sino como una súplica humilde.
Este clamor refleja la actitud que todo pecador debe tener ante Dios: no demandar justicia, sino rogar por gracia y compasión. La oración de estos hombres es corta pero cargada de fe: donde hay verdadera necesidad, no hacen falta discursos largos, sino un corazón sincero que reconoce a Jesús como la única esperanza.
La instrucción de Jesús: obediencia antes del milagro
Una orden desconcertante para los diez leprosos
En lugar de tocar a los leprosos, como había hecho en otras ocasiones (Lucas 5:13), Jesús simplemente les dijo: “Id, mostraos a los sacerdotes”. Humanamente, esto podía parecer extraño o hasta frustrante: todavía estaban enfermos, y la ley exigía que solo los sanos fueran examinados por los sacerdotes.
Sin embargo, la palabra de Cristo contenía el poder para transformar su realidad, siempre que ellos la obedecieran. Aquí aprendemos que la fe muchas veces implica obedecer instrucciones divinas que parecen ilógicas o prematuras.
Fe puesta en acción
La verdadera fe no es pasiva. Si los leprosos hubieran quedado inmóviles esperando ver primero la sanidad, nunca la habrían experimentado. Fue cuando comenzaron a caminar en obediencia que el milagro se manifestó.
Esto ilustra el principio de que la fe se demuestra no solo creyendo, sino actuando conforme a la palabra recibida. Así como Abraham obedeció saliendo de su tierra sin saber adónde iba, estos leprosos caminaron aún enfermos, confiando en la palabra de Jesús.
El milagro en el camino: la dinámica de la fe
El texto declara: “Y aconteció que, mientras iban, fueron limpiados”. El milagro no ocurrió en el punto de partida ni al llegar a los sacerdotes, sino en el trayecto. Esto tiene una profunda enseñanza:
- La fe cristiana es un camino, no un instante.
- Muchas veces la respuesta de Dios se manifiesta progresivamente mientras obedecemos.
- El proceso mismo de caminar en fe nos transforma tanto como el resultado final.
Aquí vemos que la obediencia a la palabra de Cristo abre el espacio para que su poder se manifieste. La sanidad fue un regalo divino, pero la obediencia fue la condición para recibirlo.
La gratitud de uno y la indiferencia de nueve
Un corazón agradecido
El texto dice: “Uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió glorificando a Dios a gran voz” (Lucas 17:15). El énfasis está en el hecho de que este hombre “vio” que había sido sanado. No se limitó a experimentar el milagro en su cuerpo, sino que lo reconoció conscientemente como una obra divina. El verbo “ver” implica discernimiento, un despertar espiritual.
La gratitud no surge automáticamente en todos los corazones; requiere de alguien que sea capaz de discernir que lo que ha recibido proviene de Dios y no de la casualidad. Este leproso entendió que la misericordia que había tocado su vida no era producto de la suerte, sino del poder y la gracia del Maestro.
Por eso, no pudo seguir de largo. Interrumpió su camino hacia los sacerdotes, cambió su rumbo y regresó para dar gloria a Dios públicamente. Mientras los otros nueve siguieron su camino buscando la validación de los hombres, este hombre buscó la aprobación de Dios primero.
La sorpresa de Jesús
La pregunta de Jesús: “¿No son diez los que fueron limpiados? ¿Y los nueve, dónde están?” no es una mera queja, sino una denuncia de una realidad espiritual universal: la mayoría de las personas se olvida de Dios una vez que reciben lo que necesitan.
- Los diez clamaron cuando tenían necesidad.
- Los diez obedecieron la palabra de Cristo.
- Los diez recibieron el milagro.
- Pero solo uno volvió para agradecer.
La proporción es contundente: el 90% de los beneficiados se olvidó del Benefactor. Esto revela que la ingratitud no es un caso aislado, sino una tendencia humana.
Aquí se muestra también que Jesús valora la gratitud. El Señor no necesita nuestro reconocimiento para ser Dios, pero se agrada cuando sus hijos reconocen su obra. La gratitud honra a Dios porque reconoce que todo proviene de Él, y al mismo tiempo transforma al creyente porque lo mantiene humilde, dependiente y consciente de la gracia recibida.
El detalle del samaritano
Lucas enfatiza que el único agradecido era un samaritano. Para los judíos, los samaritanos eran herejes y traidores, personas contaminadas por su mezcla cultural y religiosa. Sin embargo, fue precisamente este extranjero quien mostró más fe y gratitud que los hijos del pacto.
Esto tiene un significado profundo: la fe verdadera no está limitada por fronteras religiosas, culturales o étnicas. A menudo, los que son despreciados por la tradición religiosa resultan ser los más sensibles a la gracia de Dios.
Este detalle anticipa el plan universal del Evangelio: no solo Israel, sino también los pueblos extranjeros recibirían salvación. En el agradecimiento del samaritano vemos el eco de lo que más tarde ocurriría con la iglesia: los gentiles responderían con fe al Evangelio de Cristo, mientras muchos de los suyos lo rechazarían (Juan 1:11).
La enseñanza de Jesús: más que sanidad, salvación
Jesús le dijo al samaritano agradecido: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (Lucas 17:19). Aquí aparece un contraste fundamental:
- Los diez fueron limpiados en lo físico.
- Solo uno fue salvado en lo espiritual.
Esto nos enseña que recibir un milagro de Dios no es lo mismo que recibir la salvación. Hay quienes disfrutan de bendiciones temporales sin experimentar la transformación eterna.
Diferencia entre limpieza y salvación
- Limpieza: El milagro físico, la restauración exterior, la solución de un problema puntual.
- Salvación: El milagro interior, el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y el inicio de una nueva vida.
Los nueve obtuvieron lo primero; el samaritano, lo segundo. Al regresar a los pies de Jesús en adoración y gratitud, no solo recibió sanidad para su piel, sino vida para su alma.
Fe que salva
El Señor le atribuye la salvación a su fe. No fue su nacionalidad, ni su obediencia al ritual de los sacerdotes, sino su fe viva y agradecida la que abrió las puertas de la salvación.
Aquí aprendemos que:
- La fe que salva va más allá de pedir un milagro: busca al Salvador mismo.
- La fe que salva se expresa en gratitud y adoración: no se queda con la bendición, sino que reconoce al Dador.
- La fe que salva se levanta del suelo: Jesús le dice “Levántate”, porque el agradecimiento genuino no humilla al hombre, sino que lo dignifica en Cristo.
Lecciones espirituales del pasaje
5 Lecciones que aprendemos de este relato de los diez leprosos
1. El pecado es como la lepra
La lepra destruye el cuerpo lentamente; el pecado destruye el alma progresivamente. Al igual que la lepra, el pecado:
- Comienza de manera casi invisible.
- Se extiende y contamina todo lo que toca.
- Separa al hombre de la comunión con Dios y los demás.
- Lleva inevitablemente a la muerte si no se trata.
Así como solo Jesús podía limpiar la lepra, solo la sangre de Cristo puede limpiar el pecado (1 Juan 1:7).
2. La fe se demuestra con obediencia
Los leprosos no fueron sanados al orar ni al clamar, sino al caminar. La obediencia es el puente entre la palabra de Cristo y la manifestación del milagro.
Esto nos enseña que la fe auténtica no es pasiva ni teórica, sino activa y obediente. Como dice Santiago 2:17: “La fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma”.
3. La gratitud abre la puerta a una relación más profunda
Los nueve recibieron el beneficio, pero el samaritano recibió intimidad con el Benefactor. La gratitud no solo honra a Dios, sino que abre la puerta a niveles más profundos de revelación, comunión y bendición.
El ingrato se queda con lo temporal; el agradecido accede a lo eterno.
4. Dios no hace acepción de personas
El hecho de que el agradecido fuera un samaritano enfatiza que la gracia de Dios se derrama sobre todo aquel que cree, sin importar raza, cultura, religión previa o estatus social. Lo que determina la bendición no es el linaje, sino la fe en Jesús.
5. La verdadera adoración es respuesta a la gracia
El leproso se postró rostro en tierra, gesto de rendición total. La adoración cristiana no es un simple ritual, sino una respuesta agradecida a la gracia de Dios. No adoramos para obtener, sino porque hemos recibido.
El agradecimiento es la raíz de la verdadera adoración. Donde no hay gratitud, la adoración es vacía; donde la gratitud abunda, la adoración fluye con sinceridad y poder.
Aplicaciones prácticas para la vida cristiana
5 Aplicaciones prácticas basadas en el relato de los diez leprosos
1. Reconocer nuestra necesidad
Así como los leprosos reconocieron su condición y clamaron: “¡Jesús, ten misericordia de nosotros!”, también nosotros debemos reconocer que sin Cristo estamos espiritualmente enfermos. El orgullo es un obstáculo para recibir gracia, porque quien no admite su necesidad nunca pedirá ayuda. El camino hacia la salvación comienza con una confesión humilde: “Señor, soy pecador, necesito tu misericordia”. Solo los que reconocen su bancarrota espiritual pueden ser alcanzados por la plenitud de la gracia divina.
2. Obedecer la Palabra aun sin ver resultados inmediatos
Los leprosos obedecieron sin estar todavía sanos. Esto nos enseña que la fe no espera señales visibles para actuar. Muchas veces, Dios nos manda a dar pasos que parecen ilógicos, pero la obediencia abre la puerta al milagro. El creyente debe aprender a caminar confiando en la Palabra, aunque las circunstancias no cambien de inmediato. Recordemos: la fe no se trata de ver primero, sino de obedecer primero y ver después.
3. Mantener un espíritu de gratitud
Nueve de los sanados olvidaron dar gracias. Esto refleja la tendencia humana a disfrutar la bendición y olvidar al Dador. La gratitud, en cambio, nos mantiene conectados con Dios y nos lleva a una relación más profunda con Él. Un cristiano agradecido no solo recibe bendiciones, sino que vive en adoración constante, reconociendo que cada día, cada provisión, cada victoria y aun cada prueba superada proviene de la mano de Dios.
4. Valorar más la salvación que los milagros
La sanidad que recibieron los diez fue temporal; tarde o temprano volverían a enfrentar la muerte física. Pero el samaritano agradecido recibió salvación eterna. Esto nos enseña a priorizar lo eterno sobre lo pasajero. No debemos buscar a Jesús solo por lo que hace por nosotros, sino por lo que Él es: nuestro Salvador y Señor. El milagro más grande no es la restauración física, sino la transformación espiritual que nos asegura vida eterna con Cristo.
5. Dar testimonio público de lo que Dios hace
El samaritano no solo volvió a dar gracias, sino que lo hizo “a gran voz”, glorificando a Dios públicamente. La fe verdadera no se esconde, sino que se manifiesta en testimonio. Como creyentes, estamos llamados a proclamar las maravillas que Dios hace en nuestras vidas. Nuestro testimonio puede ser el instrumento que Dios use para atraer a otros a Cristo. La gratitud silenciosa honra en lo íntimo; pero la gratitud proclamada honra a Dios delante del mundo.
Conclusión: Diez leprosos limpiados (Explicación)
En esta explicación, sobre el relato de los diez leprosos limpiados, podemos observar que es mucho más que una historia de sanidad física. Es un espejo de la condición humana y una revelación del poder de Cristo para transformar vidas.
Nos recuerda que todos estamos contaminados por el pecado, pero que Jesús, lleno de misericordia, nos llama a obedecerle y caminar en fe. También nos enseña que no todos los que reciben un milagro experimentan la salvación; solo aquellos que vuelven a los pies de Cristo con un corazón agradecido entran en una relación plena con Él.
Que este pasaje nos lleve a vivir una fe obediente, a valorar más la salvación que las bendiciones temporales, y a cultivar un espíritu de gratitud constante. Porque, al final, no se trata solo de ser limpiados, sino de ser salvos por la gracia de nuestro Señor Jesucristo.